La calle aún estaba mojada por la lluvia caída, estacionó el auto cerca de la esquina. Se quedó sentado adentro como esperando algo o alguien. Sólo dejó pasar el tiempo.
Exploró el lugar, su maletín, su ropa, bajó el vidrio de la ventanilla, se asomó y respiró profundo como tomando impulso o coraje. Subió el vidrio, sacó la llave del encendido, abrió la puerta y salió. Cerró con llave la puerta y empezó a caminar, sin darse vuelta accionó la alarma, se escuchó el típico sonidito chistoso.
Caminó derecho sin prestar atención a los que pasaban a su lado, es que no estaba de paseo, tenía en su mente una misión y debía cumplirse, no podía entretenerse con otras cosas, como ver de qué color era la falda de la señora que iba delante de él o si la nariz del señor que acababa de cruzarlo era prominente.
Llegó al punto de encuentro, debía esperar pues como de costumbre se había adelantado. Tenía esa maldita costumbre de acudir a las citas con mucha antelación y por supuesto pasaba por todos los estados de ánimo desde la ansiedad hasta la angustia y de la calma al enojo por la impuntualidad.
Miró su reloj y descubrió que faltaba más de treinta minutos para lo hora acordada, por lo que entró al bar que estaba enfrente, se sentó a la mesa junto a la ventana.
Pidió un café, luego otro, caía la tarde, quizás ya sea la hora, miró nuevamente su reloj y para confirmar que funcionaba correctamente observó el de la pared.
Ya era la hora. Pagó y salió del bar.
Cruzó la misma calle que lo vio minutos antes.
Se paró en el mismo lugar, quizás hasta la misma baldosa.
Allí estuvo por más de dos horas.
No se presentó nadie. Se marchó en su auto.
A los que fuimos testigos de su larga espera nos quedará la intriga de saber por qué esperó en vano tanto tiempo , qué llevaba en ese maletín que abría y cerraba todo el tiempo mirando en su interior como quien se cerciora de que no falta nada, es real la persona que nunca llegó o solo estaba en su mente.
Llueve otra vez.